miércoles, 18 de mayo de 2016

Psicología de la Caricia de Ignacio Martín Baró, o la fe ilustrada para explicar el problema teológico de Barros.



"En la caricia se plasma, para bien o para mal, el ser del hombre"

(Ignacio Martín Baró)









Ignacio Martín Baró, psicólogo hispano-salvadoreño, pródigo en investigaciones relacionadas al carácter de los individuos y de los pueblos latinoamericanos; fue también jesuita de parroquia popular y campesina en la República Martirial del Salvador. Ciertamente, todo su pensamiento se encuentra bajo el influjo de la Teología de la Liberación, y en este sentido, vivenciar la guerra civil en su país y ser testigo del trabajo pastoral de mons. Romero en pro de los derechos de su pueblo, moldearon el talante del que hoy en día se conoce como fundador de la Psicología de la Liberación. (Montero, M. 2004; Sánchez Vidal, A. 2007). Ambos hombres, Romero y Martín Baró, serán asesinados por comandos del ejército salvadoreño, atestiguando con su martirio, aquello que para el pueblo cristiano es ser discípulo de Jesús de Nazaret.




En Chile nos enfrentamos a un problema teológico, muy diferente al del contexto violento de la guerra civil salvadoreña de los ochenta; acá en cambio, tenemos un obispo al menos “recatado” en comparación a Romero, y la presencia de un sacerdote de parroquia “acomodada” cuyos abusos sexuales han configurado el escándalo más grotesco de la Iglesia chilena, después de la manipulación de masas que intentó el régimen de Pinochet, en la localidad de Peñablanca.




Para Pedro Pablo Achondo, el problema se constituye desde una mala interpretación del texto de Mateo 5, 11 sobre las Bienaventuranzas; en sus palabras “lo que interesa es que Monseñor Barros no solo está “pecando” al dividir el rebaño, en el sentido profundo y bíblico de pecado: romper la relación, cortar el vínculo de Alianza con Dios y con la comunidad, negar la intención del Dios-hecho-hombre al haberse acercado a su creación. Sino también incurre en un profundo error teológico: creer y vivir según la convicción de que el ser perseguido lo llevará a la Gloria, cuando lo que en realidad ocurre es que su presencia divide a una comunidad de fe, rompe vínculos familiares y eclesiásticos (dentro de su propio clero, su pequeño rebaño) y mantiene a la Iglesia chilena en la vitrina del anti-testimonio; y por si fuera poco el hermano Barros –imaginamos- sufre vanamente y vive una vida infeliz, amarga y trunca; y ¿todo eso para qué?”[1]



Intentaremos explicar desde la perspectiva de la Psicología de la Caricia de Ignacio Martín Baró, el fenómeno psicológico asociado a la negación obstinada de Mons. Barros, en reconocer que ha sido víctima y cómplice al mismo tiempo, del abusador sexual de Karadima. En virtud de lo decretara el Concilio Ecuménico Vaticano II, la psicología de Baró se presenta, incluyendo su testimonio martirial, como sciencia auxiliar, “ancilla theologiae”; intentando complementar el discurso de Pedro Pablo.


En palabras del jesuita, “en la caricia se plasma, para bien o para mal, el ser del hombre” (Martín Baró, I. 1970) consignando en esta afirmación el hecho de que la caricia puede revestir diferentes modalidades. En este sentido el autor, desea rescatar un hecho singular: “la caricia, en el hombre se reviste de trascendencia” (Martín Baró, I. 1970). Con maestría, el Dr. en Psicología Social de la Universidad de Chicago, describe los procesos psicológicos que involucran una caricia, resumiendo en una frase, su profundo significado: “El hondo eco que la caricia hace resonar en el hombre rebate todo intento de fisiologizarla” (Martín Baró, I. 1970).





Para el Psicólogo de la Liberación, en su más hondo sentido, la caricia no tiene otra definición que palabra… “Sí, la caricia es palabra, es lenguaje. Lenguaje revestido de carne y modulado por el movimiento” (Martín Baró, I. 1970).



Siguiendo el sentido de la caricia, como palabra hecha carne, verbo devenido en sarx, más allá del soma, se comprende que puede entenderse como diálogo o monólogo. “Si la palabra es la estructuración sonora de ideas y sentimientos, la caricia es su estructuración táctil” (Martín Baró, I. 1970). De esta forma, entendiendo que la palabra se comunica en ondas sonoras, o letras impresas; la caricia se traduce en el contacto entre dos cuerpos vivientes. El jesuita dirá que: “la caricia lleva en sí misma una vibración específica: no hay dos caricias existencialmente iguales” (Martín Baró, I. 1970).

Traspasado de humanidad y trascendencia, la caricia para Ignacio Martín Baró, es el acto en que el hombre se resume a sí mismo, “se entrega de una forma total- aunque su entrega consista precisamente en una ausencia.” (Martín Baró, I. 1970). Quién sepa leer dentro de este lenguaje corporal, podrá comprender el estado emocional de dicha persona, entendiendo que, “la interpretación de una caricia es algo inconsciente, y sólo asequible a la persona acariciada. Señal de que la caricia es algo más que el mero movimiento externamente visible” (Martín Baró, I. 1970).






A ratos el psicólogo trasluce al teólogo y pastor jesuita, describiendo con sencillez un hecho de calor místico, en el sentido carmelitano, en sintonía con los telúricos fenomenológicos de Edith Stein o la afiebrada de Ahumada, cuando señala que “En la caricia auténtica se llega hasta la otra persona. La piel pierde su objetalidad y se hace susurro de amor” (Martín Baró, I. 1970).




La plenitud de la caricia humana se encuentra, en este sentido, en la caricia-diálogo con otro. Aparece como epifanía la alteridad, dado que “hay una presencia que empapa a la persona que dialoga con su caricia: la presencia del otro” (Martín Baró, I. 1970).


En la caricia – diálogo “la persona no es consciente de su mano, su intencionalidad trasciende la presencia de un contacto, para dirigirse directamente al otro. El otro no como un objeto que me produce una sensación de placer, sino el otro en su alteridad, en su ser único e irrepetible. No es un mero contacto corporal, es un contacto total de dos personas ¿no es cierto que en la caricia – diálogo algo vibra allá, en lo más hondo de nosotros mismos?” (Martín Baró, I. 1970).

Hay una tremenda espesura y profundidad en la honda trascendencia humana que reviste la caricia-diálogo para el colega Ignacio: “la mano que acaricia el rostro de la persona querida parece dibujar con sus dedos los rasgos de su ser. No hay solo placer meramente sensible, hay mucho más hay comunión en sentido fraterno, palpitar de dos personas identificadas a través del contacto con la piel del otro; y en este sentido “la caricia diálogo adquiere una expresividad superior a la de la palabra” (Martín Baró, I. 1970).
La otra dimensión de una caricia entra en juego en el caso de la Iglesia de Osorno y toda su comunidad, por el testimonio de un obispo impuesto por vaticinio romano, sin considerar la palabra encarnada de todo esa porción del Pueblo de Dios reunida en Ecclesia.


Martín Baró, fundamentado en Buber
“descubre una honda realidad de la caricia: se puede volver monólogo. Hay caricia, sí. Pero como que la mano se hace opaca. En la caricia-monólogo, el sujeto se vuelve consciente de que es su mano la que se mueve, es su mano la que acaricia. Expresión truncada, porque entonces la caricia no se dirige a nadie. Es una mano que sólo exige, que busca su sensación, que se recrea a sí misma: quiere el contacto para sí, y la vibración que debería caminar hacia otro ser, choca con la barrera de lo acariciado, que ya no es sino objeto” (Martín Baró, I. 1970).

Y profundizando en la caricia de Karadima a la Iglesia de Osorno y a través de ella, a toda la Iglesia chilena, podríamos concluir con el colega jesuita, que entre Karadima y Barros encontramos una “caricia prostituída del amante sin amor, que en su presión arrebata sensaciones y placeres, haciendo del otro un instrumento ocasional. Caricia pervertida del aberrante, idioma maquinizado, “speranto” sin vida ni temblor de sufrimiento” (Martín Baró, I. 1970).


En ambos sentidos, caricia-diálogo o caricia-monólogo, se configura un acto histórico registrable en la piel de otro ser humano. Epifanía de alteridad en el encuentro entre dos cuerpos, que en función de la interpretación del gesto se entregan a un diálogo o a un monólogo, configurando un desafío ético en el horizonte de quien se dice pastor de una iglesia cristiana, repensar en algún momento su defensa ciega al abusador de su padre espiritual. Pentecostés nos anima, en escucha de las palabras de un psicólogo martirizado por manifestar esa misma epifanía de la alteridad, que configura una caricia.

En letras del mismo jesuita se comprende a la caricia como, “palabra táctil humana hecha de sensaciones y silencios. Si el hombre conforma a la caricia según su ser, la caricia a su vez lo conforma a él. Vaciándolo o plenificándolo, pero siempre en una dialéctica sutil, que penetra hasta lo más íntimo de su realidad humana” (Martín Baró, I. 1970).


Describiendo el sistema de relaciones e interpretaciones simbólico afectivas que comprende el espacio de la caricia humana, y de las consecuencias de que sea interpretada como monólogo, ejerciendo no sólo presión de poder, sino que además generando un profundo daño psicológico en las y los sobrevivientes de abuso sexual clerical, no enfocaremos ahora en la labor de comprender de alguna forma el fenómeno asociado a este tipo de caricia y el silencio del pecado de omisión al que somete a los discípulos de tan oscuro padre espiritual.


En esta dirección, el análisis del discurso nos moviliza hacia la comprensión que nos entrega el psicoanálisis y sus distinciones desde el género, con toda la enorme gama de interpretaciones sobre el patriarcado y la religión, que este cruce puede aportar para enriquecer la discusión.



En su artículo “Del Sacer – dote al Amo, viscesictudes de un discurso”[2], la psicoanalista chilena María Paz Sobrino, describe que “La cuestión del discurso emerge como enunciado que admite la articulación de la palabra en la religión, caracterizada por sostener al individuo en una circularidad basada en un mandato divino. Es decir, se habla de un sujeto moral, “sujeto a la conciencia de culpa” que lo determina, haciéndolo esclavo de Dios. Se trata de un discurso que deja fuera al sujeto, porque quien dice es el Yo.” (Sobrino, M. 2014).




El sujeto religioso constituido sobre la base de este sentimiento de culpabilidad asociado a una concepción pietista u quietista de la doctrina cristiana, puede configurar espacios de obsesión religiosa, donde el rito de la confesión resulta francamente masturbatorio, al repetirse en frecuencias altas en cuanto mayor escrúpulos en relación al pecado la persona pueda sentir consigo.

La desobediencia a los mandatos divinos ubica al sujeto religioso en el plano de lo subversivo, rompiendo la relación con Dios, en sentido angustioso, pero sin considerar mayormente los rasgos comunitarios de su accionar pecaminoso. Se vuelve este tipo de fe, una expresión intimista y desconectada de lo comunitario, necesitados de rituales muy ortodoxos pero cada vez menos ortopráxicos. Ansiosos por el status que confiere el “estado de gracia” construye un sujeto religioso “que sólo puede ser liberado en la confesión, por el perdón de los pecados y, de ese modo la entrada en el reino de dios que no es más que recibir el reconocimiento del Amo absoluto. Se reestablece el discurso del Otro, garante del saber, en la inscripción de una moral fundada en el semblante que ocupa Dios, que articula la dialéctica del deseo con la Ley. La confesión de los pecados tiene una triple exigencia para llegar a la reconciliación con Dios: el reconocimiento de la culpa, el deseo de conversión y, la esperanza de perdón. Transitando desde la subversión que produce el pecado hacia la conversión al mandato del Otro” (Sobrino, M. 2014)

Sobrino descubre en esta dirección, la profundidad del rito de la confesión, cuando señala que “este acto cobra sentido en la medida que el sacerdote aliviana el sentimiento de culpa al pecador, liberándolo, por medio de la expiación y seguimiento del mandato del otro, actuando como representante del discurso de la verdad” (Sobrino, M. 2014)



El abuso configurado desde la simbología clerical, sobrepasa los límites de la piel acariciada monólogamente, pues se reviste de oscurantismo al sostenerse y descansar en la “trampa sagrada” del ritual de la confesión. En este ejercicio litúrgico, en que el creyente se entrega y confía en la sacramentalidad del pastor (dicho en términos no eclesiásticos, confía en el profesionalismo del sacerdote); éste abusa de su posición de poder, sujetando literalmente al penitente en una espiral de abuso y silenciamiento recurrente. 

Para Sobrino, “el pecador es el sujeto gramatical, aquel que designa el “se”. Es el sujeto del enunciado, su discurso es analizado como unidades gramaticales abstractas. Entonces, es la articulación de un discurso conciente, desde “lo que se sabe”, donde el sujeto es captado por lo imaginario de su discurso, diciendo desde el Yo. El sacerdote al develarle los significantes al sujeto, obtura el encuentro con la falta, en cuanto que es capturado por el deseo del otro, imposibilitando la aparición del sujeto del inconsciente, porque quien dice en la confesión es el sujeto del enunciado, quien busca un saber en su padecimiento, busca la significación de su síntoma. Consecuentemente, el sacerdote opera como enunciado que le garantiza al sujeto, la completud que es demandada por el yo, quien designa al sujeto pero no lo significa, para el alivio del sufrimiento que se desprende de su propia subversión”. (Sobrino, M. 2014).

Desde esta perspectiva, la figura del confesor o del director espiritual, parece adquirir particular relevancia frente a estas desviaciones clínicas pervertidas significadas en concepciones abusadoras del Dios judeocristiano, que no se condicen con el Magisterio de los últimos 50 años, posterior al ejercicio eclesial del Concilio Ecuménico Vaticano II. Karadima parece gobernar en las conciencias de sus víctimas, sean o no concientes de su propio abuso, niegan obtusos el descarnado relato de la caricia-monólogo de Karadima en sus propios cuerpos. Doloroso episcopado, el de ustedes hermanos abusados, que guardan pecaminoso silencio. Pluga a Dios perdonarles su cobardía con solideo episcopal.





El sacramento de la confesión en manos de estos engendros espirituales, se traduce ciertamente en la descripción de Sobrino, argumentando la posibilidad de que al menos, es plausible pensar que la sujeción o encadenamiento del sujeto religioso al dispositivo penitencial de la confesión, no le permita alcanzar la humanidad necesaria para reconocer en el cuerpo de las víctimas, sagrarios vivos del santísimo sacramento, en el caso de ser niños comulgantes; o la presencia misteriosa del espíritu santo en el cuerpo de las víctimas, "templos vivientes del Espíritu Santo" que siendo abusadas, ya estaban confirmadas en la fé católica. En virtud de la teología de los sacramentos, la confirmación “imprime carácter” y sella hasta la eternidad el pacto de amor, caricia-dialogo entre el Dios de Jesucristo, y el cristiano comprometido con la construcción de una sociedad inclusiva inspirada en los principios de fraternidad consignado en los evangelios. ¿Si no logra ver eso, un episcopo nombrado por el patriarcado abusador del vaticano, logrará ver su propio abuso a la luz del evangelio y la oración?

Vistos estos argumentos, en relación a la psicología de la caricia y la comprensión del fenómeno asociado al rito de la confesión, podríamos llegar a pensar que el problema teológico descrito por un lúcido Pedro Pablo, tiene también, por cierto desde la perspectiva de la realidad humana, aplicaciones prácticas que se describen desde otras áreas del conocimiento. Tanto el estilo de vivir su fe religiosa, como los frutos de su apostolado (abuso sexual infantoadolescente) describen a un hombre, fundamentalista religioso, profundamente perturbado, que logró generar en torno a sí, una red de protección de carácter episcopal. En este sentido, es sabido por todos, el ejercicio del padre espiritual de dicha sociedad sacerdotal, en relación a la incomodidad de sus seguidores frente a las caricias de su mentor.

Incomodidad que traspasa sus sotanas y sus cuerpos, y se instala desde el discurso del Amo, déspota y autoritario, como el que denunciaban los profetas veterotestamentario como falso dios, ídolos con pies de barros… valga la redundancia. El problema de Barros, no sólo es teológico, sino que es profundamente moral. Traspasa el límite de la sociedad eclesial y destruye el tejido de la sociedad civil.

¿No es eso un delito lo suficientemente grave, como para por lo menos pensar, que se es cómplice de un criminal?. Al parecer, todo indica, que el sentimiento de victimización en relación a la voz profética del pueblo de Osorno, o su cobarde silencio son los síntomas de que no hay siquiera, alma bondadosa que haga a estas bestias eclesiásticas, iniciar un proceso de conversión hacia una humanidad que los comprenda como servidores de un pueblo y no como carniceros espirituales de estos.

Este silencio, al convertirse en pecado de omisión subvierte el sentido de la caricia-diálogo de una iglesia se que comprende a sí misma como “Mater et Magistra” de humanidad. ¿Qué clase de Madre y Maestra permite que sus hijos sean abusados y guarda cobarde silencio?. El problema teológico denunciado proféticamente por Pedro Pablo, se constituye en la historia de la Iglesia Chilena como huella indeleble de pecado social. Traspasa el delito, la barrera eclesial, y destruye el tejido emocional, y la salud mental de los sobrevivientes, dañando considerablemente el tejido social. El problema teológico destruye en su práxis histórica la solidaridad entre los seres humanos, hermanos de la misma comunidad.


En estos tiempos de Ciberapocalíptica, esta reflexión la sentía necesaria en este espacio y me esperanzo con que el lema del encuentro laical de Osorno “Dios habla desde el sur a una Iglesia dispuesta a escuchar”, a realizarse este próximo sábado, motive caricia-diálogo en esta Iglesia coaptada por el pietismo y el quietismo a lo Karadima, Dios prostituído en caricia-monólogo, ciertamente muerto con todos los ídolos que derrumbó el ejercicio conciliar del Vaticano II.



Finalizo este artículo confiado en aquello que nos enseñara don Beltrán Villegas en relación al concepto de espíritu, pues “se corre el riesgo de incurrir en serias ininteligencias si no se tiene presente la base metafórica del concepto teológico de “Espíritu”, que el NT recibió del AT. En efecto, el término hebreo “ru’ah” –lo mismo por lo demás, que los términos “pneuma” y “spiritus” que se usaron en griego y en latín, respectivamente para traducirlo- apunta en forma primaria y directa a esa realidad elemental del aire en movimiento, que se da en los fenómenos del viento y del aliento. Y si no se hace el esfuerzo por ver estos fenómenos con los ojos de los antiguos, al mismo tiempo ingenuos y penetrantes, y en todo caso asombrados, resultara ininteligible mucho de lo que se le atribuye al Espíritu. Entre todas las cosas habituales y cotidianas, pocas había de resultar tan extrañas y misteriosas como el viento y el aliento: ambos esencialmente invisibles e inasibles, y tan inconsistentes que podían ser la mejor imagen de la nada; y sin embargo, ambos llenos de sorprendentes virtudes”(Villegas, B. 1998). Así mismo, ahora que comprendemos los significados asociados a la caricia y el sacramento de la confesión, podremos reflexionar con una mirada desde la psicología de la liberación de Ignacio Martín Baró, este fenómeno tan doloroso y complejo para las familias de las víctimas, que no son más que las mismas familias que conforman lo que en derecho canónico se conoce como Pueblo de Dios.




Valparaíso, 18 de Mayo de 2016.






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